El Viso del Alcor. Año 1994. Un grupo de chavales se dirigen a la cantera de albero que
está activa justo enfrente del actual IES Profesor Juan Bautista. Hace frío. Mucho frío.
Un frío que pela. No importa. Hay que ir a ver aquello, otra vez, porque las dentelladas
de las excavadoras han dejado al descubierto algo vistoso. Algo raro. Algo nunca visto
por estos lares. Algo ‘gordo’. Parecen huesos. Huesos, sí. Pero enormes. Imponentes.
Gigantescos. Son los años del boom de Parque Jurásico. ¿No serán de…? Las
expectativas son suculentas y la imaginación se convierte en la mejor aliada de la
esperanza. ‘¡Corre, corre, illo!¡Es impresionante! ¿Qué no va a ser para tanto? ¡Mi este
las cosas que tiene! Anda, vamos, omío’.
Escribo en julio de 2021, segundo año de la pandemia. Meses antes me puse en
contacto con mi amigo Juan Jiménez Martínez. Yo sabía que él estaba con aquellos
chavales. Que él era uno de ellos. Él vivió todo aquello, y si la mente no me fallaba, en
su momento, me mostró fotos de los dichosos huesos. ¿Los tendría alguien en su casa?
¿Se depositaron en algún sitio? ¿Qué fue de ellos?
Tenía que pedirle información al respecto, porque, él, fue testigo directo; y la memoria, tan voluble, tan traicionera, difumina los recuerdos: teníamos el tiempo en contra, cuando no pretendíamos otra cosa que resucitar un recuerdo (¿No es acaso el recuerdo uno de los mimbres de los que está compuesto el tiempo?). Le insistí hasta la saciedad, pero no obtuve respuesta. Empecé a pensar que no le interesaba el asunto. Me equivoqué. ¡Y tanto que me equivoqué! Juan se lo había tomado muy en serio: había creado un grupo de whatsapp en el que incluyó a algunos protagonistas de aquel descubrimiento (se hicieron varias expediciones al lugar, y no siempre fueron los mismos). Entre todos fueron intercambiando mensajes, opiniones, vivencias… Fueron rememorando, reconstruyendo, resucitando, los hechos. A Proust le valieron unos bollos para encontrar, para revivir, el tiempo perdido. Aquí solo hicieron falta las sombras difusas de unos antiguos huesos.
Juan me llama y quedamos para tomar café en el Bar Lechuga. Servidor, todo
emocionadito, se va para el local de Víctor. Como llueve a chuzos, nos refugiamos
dentro. Mi amigo me cuenta, me confirma, que, efectivamente, ellos vieron con sus
propios ojos unos huesos de gran tamaño en uno de los tajos que había dejado la
máquina (no me la jugó mi mente, pues). Tan grandes que, en un primer momento,
aquellos adolescentes estaban convencidos de que pertenecían a un dinosaurio. No lo
olviden, la resaca de Parque Jurásico seguía teniendo sus efectos. Como las máquinas
seguían extrayendo el albero, destrozando el cerro, sacaron algunas fotos (las
conservamos, aunque no son de mucha calidad) e introdujeron lo que pudieron en una
bolsa. Siendo tan jóvenes, supieron hacer lo correcto: en pocos días, no quedaría nada
de aquello ya que arrasaron con todo. Me dicen que la bolsa, de momento, está en
paradero desconocido. Me dicen que puede que contactaran a algún maestro, buscando
asesoramiento, pero no es seguro. Puede que las piezas hasta llegaran a exponerse en el
colegio. Tal vez hasta se llegó a escribir algo sobre el asunto. A día de hoy, no he
podido comprobarlo. ¿Qué teníamos? ¿Qué tenemos? Aquellas fotos. Y las palabras.
Las fuentes orales. Había, hay, que seguir indagando. Ahí andamos.
También estuvo por aquellos lares Emilio, el hijo de Quini Carreras, profesor
querido por generaciones de visueños y visueñas, y hombre comprometido con la
defensa del medioambiente y del patrimonio de nuestra comarca. Quini me dejó su
número de teléfono, y nos pusimos en contacto. Primero, por whatsapp. Emilio me dijo
que no sabía nada de aquella primera bolsa. Sin embargo, él si conservaba algunos restos de lo que allí apareció (casi me caigo de la silla al leer sus palabras). Cierto es
que no formó parte de aquel grupo de primeros descubridores; aunque movido por la
misma curiosidad, se dirigió al lugar y pudo extraer con sus propias manos varios
fragmentos. Fragmentos que sacó de su coche cuando quedamos (ver fotos), y que
dispuso con mimo sobre uno de los banquitos que hay en la fachada del cementerio de
El Viso. No nos llevó allí ninguna querencia oscura; es que el camposanto visueño
queda justo a la vera del sitio donde se produjeron los hallazgos. Y a pocos metros de
donde tuvo lugar aquel prodigioso accidente, vimos, destacados sobre las barras verdes
del banco, un par de colmillos de forma triangular y afiladísimos, aún cortantes y
brillantes, y dos fragmentos de costilla junto a una vértebra de gran tamaño. Estas
últimas piezas, grandísimas, son del color del albero. Y como el albero, son porosas,
frágiles y deleznables. Es que el albero, las calcarenitas, se componen, en gran parte, de
restos fósiles. Estos de los que hablo en este escrito se encuentran en un estado de
conservación inmejorable. Hasta el punto de que podemos afirmar, casi con toda
seguridad, que allí aparecieron fragmentos de la osamenta de uno o varios cetáceos
junto a dientes de tiburón. Vecinos y vecinas, hablamos de enormes ballenas y tiburones
cuyos restos tenemos a nuestra disposición.
A aquellos chicos, muy probablemente, ya alguien les dijo hace casi dos décadas
que habían dado con lo que quedaba de aquellas bestias marinas. No eran dinosaurios,
no. Pero sí unos bichos prehistóricos tan grandes como algunos saurios
hollywoodienses. Unos y otros, y sigo hablando de los zagales, sin imaginar tan siquiera
la enorme importancia del momento histórico que estaban protagonizando, abrieron una
puerta que puso y pone en contacto el Antropoceno, periodo dominado por el Homo
sapiens sapiens, con un primitivo mundo marino, con un mar mioplioceno (hablamos de
millones de años), habitado por millares de especies animales y vegetales, devenidas
alcor puro y duro con el paso de los años. La actividad extractiva, destructiva, del
hombre moderno, se dio la mano con la curiosidad insaciable, con la bendita inocencia y
la imaginación inconmensurable de unos chavales que, creyendo haber encontrado el
esqueleto de uno de esos grandes reptiles hollywoodienses, dieron, en cambio, con un
umbral a través del cual podemos acceder desde nuestro presente al pasado más remoto.
A ese tiempo en que el alcor aún no había emergido de las aguas. No hace falta, como
ven, un agujero negro para viajar en el tiempo. Es que existen los milagros, sí. Y los
ángeles. Se parecen mucho a aquel grupo de niños visueños. Continuaremos nuestro
viaje a través del tiempo.
En breve, podremos ponerle nombre a esos especímenes animales protovisueños:
sabremos a qué especies concretas pertenecen esos restos. Sin duda. Pero esa ya es otra
Historia. Gracias a Juan Jiménez, Emilio Carreras, Pedro Jiménez, José Antonio Cordero, Daniel Ruíz y David Serrano. Viajeros del tiempo.
TEXTO: JUAN MARTÍNEZ