Desde hace algunos años, es posible observar la presencia de una serie de pequeñas y graciosas esculturillas de barro en algunas colecciones de El Viso y de otros puntos de la comarca, a las que los investigadores no hemos prestado justa atención. Se trata de unas diminutas figuras femeninas de arcilla cocida al calor de un horno, cuyas formas y tamaños se repiten escrupulosamente. En esencia, son bultos redondos de cuerpo entero, de tan solo 12/13 centímetros de altura, elaborados para ser vistos desde todos los ángulos. Aparecen en posición erguida, con las piernas juntas y en paralelo, y se caracterizan por su rígida frontalidad y por un fuerte sentido de la simetría. No obstante, la verticalidad dominante queda rota por la línea perpendicular marcada por los brazos, siempre abiertos en cruz, como si desearan abrazarnos.
Todas están cubiertas por un vestido largo, por un fino paño ceñido, casi traslúcido, que nos deja adivinar la anatomía de las piernas, las formas redondeadas de caderas y el pronunciado vientre -aspecto que no creo que sea baladí-, así como la zona pélvica y el pecho, no muy prominente. Sobre la barriguilla, bajo el busto, parece haber una especie de cinta que ajusta el vestido al cuerpo. Se pueden apreciar algunos pliegues en la parte inferior del vestido, lo que dota de un mínimo movimiento al conjunto, sin poner abiertamente en entredicho ni frontalidad ni simetría.
Para nuestra desgracia, no se ha conservado ningún rostro completo (tampoco pies, tampoco manos), aunque lo preservado recuerda ligeramente a las sonrisas arcaicas de las korai griegas, destacando unos enormes ojos en esas caras deformadas por el paso del tiempo. Los cabellos, no demasiado largos, quedan recogidos en dos llamativos rodetes laterales unidos por una especie de lazo ancho que les cubre parcialmente una cabeza sumamente desproporcionada respecto al cuerpo (relación 1/5 o 1/6). En realidad, poseen un cierto aire popular, tan primitivo como exquisito, naif, que ha llevado a algunos a pensar que no son más que monigotillos como aquellos que en nuestro pueblo se hacían con barro crudo hasta no hace muchas décadas (alguien me dijo que algún miembro de la familia de los ‘Cajeto’ se dedicó a elaborar aquellas artesanías en la segunda mitad del siglo pasado, tema que también merece ser estudiado). En ocasiones han sido definidas con sana guasa como ‘barrigones’; en otras, se ha defendido que son viejas figuritas elaboradas para antiguos portales de Belén, tirando de forzadas y poco oportunas comparaciones.
Sea como fuere, en ningún caso se ha llevado a cabo una investigación, al menos por estos lares, que nos permita acercarnos con algo de objetividad a la verdadera naturaleza de estas damas, algo cabezonas y barrigoncillas, pero siempre coquetas y elegantes. En ellas, la armonía y el equilibrio de raigambre helenístico se dan la mano con una visión menos idealizada, hasta vulgar, de las producciones artísticas, algo que es propio de las más excelsas creaciones del genio romano: estos barros, felizmente moldeados por las manos de alcoreños antiguos, contienen en sus poros ecos que quedaron allí atrapados desde tiempos de los grandes emperadores que dominaron las tierras bañadas por el Mare Nostrum. En las próximas entregas trataremos de descubrir el velo que desde hace centenares de años cubre de silencio a estas terracotas que, sin embargo, hablan la lengua latina.
TEXTO: Juan Antonio Martínez Romero
Profesor de Historia en el IES Maese Rodrigo