Las primeras representaciones de los antiguos alcoreños

Guerrero de Bencarrón.
Entre los siglos VII y VI a.C., es decir, una centuria antes de que se hicieran las bellísimas esculturas halladas en el inagotable y espectacular yacimiento de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz), por estos lares, entre Carmona y Gandul, se generalizó en el ámbito funerario el uso de unas plaquitas de hueso grabadas, aplicadas originalmente a distintos objetos de entre los que sobresalen una suerte de cajitas o cofrecillos de madera. En las mismas aparecen representaciones de plantas (sobresalen las flores de loto), animales (cabras, carneros, gacelas, leones), seres mitológicos (grifos y esfinges), y humanos, como usted y como yo, a pie, a caballo e incluso inmersos en fiera lucha sin cuartel.
Esculturas del Turuñuelo.
De entre los numerosos ejemplares, espléndidos todos, que conservamos (muchos, demasiados, están en la Hispanic Society de Nueva York), provenientes de distintas sepulturas excavadas en el Acebuchal, la Cruz del Negro o en nuestra Santa Lucia, llama la atención poderosamente una placa aparecida en uno de los túmulos de la necrópolis orientalizante de Bencarrón, que es pago mairenero -de sugestivo nombre- que colinda con Gandul. Si se observa la placa, vemos como sobre fino marfil se grabó la soberbia  efigie del que con mucha güasa llama uno el primer hipster de Los Alcores (esas barbas tan de moda en nuestros días como en tiempos de acadios, asirios y babilonios, respectivamente). Es, efectivamente, la representación antropomórfica más completa del periodo orientalizante, tartésico para otros, que se ha hallado en la comarca. Hablamos, como ya se dijo más arriba, de un arco cronológico que abarca los siglos VII al VI a.C. Por lo tanto, no es cierto que los excelsos rostros de Casas del Turuñuelo sean los primeros creados por una cultura, la «tartésica», que se ha definido en prensa, probablemente, por aquello del clickbait, como anicónica y/o de repertorio limitado a plantas y animales. Nada más lejos de la realidad.
Túmulo de Bencarrón.
Al respecto se puede afirmar que, las colecciones de los museos de Cádiz, Huelva y Sevilla, entre otras, están bien nutridas de figurillas, incisiones sobre hueso y piezas de naturaleza discutida, que contienen motivos antropomórficos. Muchas de ellas fueron importadas de oriente o estuvieron influidas por lo oriental, si bien es cierto que en el caso del arte eborario parece que hubo talleres de producción local como el que se presupone para nuestra zona. Todas estas obras, dan buena cuenta de la familiarización de las antiguas gentes del suroeste con las representaciones humanas, como se puede comprobar en el bellísimo Bronce Carriazo, hallado casualmente en el sevillano mercadillo de ‘El Jueves’. Este auténtico prodigio, raro ejemplo, por su belleza única, del triunfo de la imaginería y de la mentalidad oriental en Andalucía, se suele datar en el siglo VI a.C., por lo que es pertinente afirmar que, las sublimes efigies extremeñas, más que rara excepción serían magnífico colofón de una tradición ancestral.
Bronce Carriazo.
Muy cerca de El Viso, apareció la plaquita de Bencarrón, en la que se representa a un guaperas, guerrero o héroe, que esgrime lanza contra feroz león, al tiempo que se defiende con un escudo portado de manera harto incoherente. En esta lid, el barbado combatiente, de rasgos semíticos, aunque también recuerda a los antiguos héroes, atletas y guerreros de las cerámicas griegas de figuras negras, aparece vestido con túnica plisada y se cubre la testuz con casco culminado en suntuoso penacho. En su lucha letal es ayudado por un grifo, ese animalejo híbrido, mitad león mitad águila, que también decoraba uno de los magníficos vasos hallados en el carmonense santuario de Marqués de Saltillo, y que, no por casualidad, es uno de los símbolos oficiosos de la ciudad vecina (tan cerca, pero tan lejos). Eso sí, no nos vayamos por los cerros de Úbeda, que la cosa va de Tartessos. La placa de Bencarrón, presumiblemente, posee un significado religioso, apotropaico, pues, en apariencia, el barbado combatiente conjura el peligro, encarnado en el león, gracias a la mediación de lo sobrenatural, el grifo, y en presencia de la sagrada flor de loto. Recuérdese al respecto que estos ciclos se han registrado en contextos funerarios: ¿lo que presenciamos en esta escena, en esta viñeta de protocómic, no es la intervención de la divinidad en favor de aquel que en vida ha sido justo, y ahora se enfrenta a fuerzas hostiles en su tránsito al más allá? También podría recordar algún relato mitológico significativo para aquellas gentes, como para los griegos lo fue el enfrentamiento de Hércules con el León de Nemea.
Guerrero de Bencarrón.
El episodio descrito se trasladó al hueso haciendo uso de fórmulas, de soluciones artísticas, bien conocidas en todo Oriente Próximo desde el tercer milenio antes de Cristo. No se pretendió recrear una escena mitológica, religiosa, haciendo gala de un estilo realista, sino apelando a una composición sencilla en la que debía primar la claridad del mensaje que se quería transmitir, para lo que se renunció parcialmente a la profusión de detalles, a la volumetría, a la proporción, a la expresividad, a la perspectiva, recurriéndose a la esquematización, a una simplificación, que permitiera leer perfectamente lo que se quería significar. En esa línea hay que subrayar que el guerrero aparece de perfil, mostrando, sin embargo, torso y ojo de frente. Rostro de perfil, ojo de frente mirando al espectador. Dos facetas distintas de la anatomía humana, no visibles desde el mismo punto de vista, reflejadas sobre un único plano. Nos trae a la mente al protocubista arte egipcio, pero también al mesopotámico: sea lo que fuere Tartessos, si es que alguna vez fue algo diferenciado de lo ‘fenicio’, es indudable que su genética cultural era deudora de lo oriental.
Bajorelieve egipcio.
¿Pero eran así nuestros antepasados? ¿Tenían ese aspecto aquellos guerreros? El arte del Próximo Oriente, matriz del que por aquí se hizo, renegaba de la retratística tal como la podemos concebir en nuestros días. Para representar a un hombre se recurría a convencionalismos y normas preestablecidas tendentes a potenciar el significado en detrimento del significante. Como en las modernas señales de tráfico o en los dibujos animados para niños, no se perseguía que el representado fuera un émulo de Paul Newman o de Brad Pitt, sino que se entendiera claramente qué era lo que se veía. A tal objeto, se eliminaban detalles, considerados superfluos e inconvenientes, que pudiesen distraer de la finalidad esencial de placas como la de Bencarrón. No obstante, el estudio comparado de la representación de prendas y panoplias guerreras y de los restos aparecidos en algunas sepulturas, nos pueden dar alguna idea de como se vestían. De la misma manera, la insistencia en detalles como la barba bien desarrollada y puntiaguda, bien documentada en contextos culturales semíticos, pero también mesopotámicos e incluso lacedemónicos (Esparta), como se sugirió más arriba, podrían ponernos sobre la pista de modas de proveniencia oriental que acabarían echando hondas raíces por aquí. No es poca cosa.
El célebre rey Leónidas pertrechado con escudo, lanza y caso con penacho.
A continuación haremos algo tan de aquí como arrimar el ascua a nuestra común sardina. En uno de los túmulos excavados por Bonsor, en la necrópolis orientalizante de Santa Lucía, no muy distante del actual polideportivo, también se registraron plaquitas de hueso sobre las que se grabaron formas humanas. En este caso se repiten las características estilísticas ya mencionadas para el guerrero de Bencarrón. Incluso puede que se hicieran en el mismo taller. Pero para nuestra desgracia, conservamos algunos pocos fragmentos, adivinándose -más que viéndose- en uno de ellos, un faldellín plisado, parecido al de los faraones egipcios, y la parte superior de las piernas. ¿Vestían igual las personas sepultadas en aquel cementerio milenario, vinculado a la ciudadela orientalizante que existió en La Tablá? Lo que queda fuera de toda duda es que, el mundo próximo-oriental, dejó honda huella en el imaginario de nuestros antepasados, como parece desprenderse del estudio pormenorizado de los marfiles de Los Alcores y Setefilla. Por todo ello, no es improbable que las placas reflejen vestimentas, cortes de barba y peinados, cascos y armas, con las que estaban familiarizados aquellos visueños de hace 2.600 años (sean indulgentes con servidor por esta licencia localista, que no es sino broma bienintencionada), cuya religiosidad, reflejo de su cosmovisión y de su psicología, cada vez conocemos mejor. Y ese es el retrato que realmente nos interesa: el alma de un pueblo que está en las raíces del nuestro.
Fragmentos de placa hallados por Bonsor en Santa Lucia.
TEXTO: Juan Antonio Martínez Romero.
Profesor en el IES Maese Rodrigo (Carmona).