Para él es un día de labranza cualquiera; es decir, es otro día duro. Toca pasar la reja y, a veces, raíces, rastrojos y pedruscos dificultan la faena. Algunos dicen, sarcásticos, que no hay año bueno para el agricultor. Que siempre se andan quejando. Este vecino nuestro, como todos los que se dedican al campo, sabe bien que esas quejas están fundadas: la tierra es arisca, y por mucho que te dediques a ella, no tiene porqué ser agradecida. Las malas yerbas, el tiempo, las plagas… Lo único seguro es que te vas a deslomar trabajando; que vas a regar la simiente con sangre, sudor y lágrimas. ¿Si vas a obtener algo a cambio? Ahí está el hombre, en el tajo: el run run del tractor y la monotonía no le dan tregua; la amortiguación, casi nula, de aquellos cacharros antiguos, le destrozan los riñones; trabajar a la intemperie nunca trae nada bueno. No ve la hora de acabar la faena. Ya quema menos. Pero… ´¡Coño, lo que hacía falta! ¡Ya se me ha enganchado un peñasco ahí atrás, me voy a cagar en…!´ Así es la vida del campesino. Aunque, como verán, aquello no era un peñasco; y aquel señor estaba a punto de presenciar algo prodigioso. No fue esa una jornada cualquiera.
Desgraciadamente, para hablar de aquel suceso solo tenemos a nuestra disposición las fuentes orales. Ningún resto material. Ni tan siquiera una mala foto. Al menos de momento. La mayor parte de lo que sabemos se lo debemos a nuestro buen amigo Aurelio Bonilla, uno de esos hombres sensatos, honestos, inteligentes, cada vez más escasos, que aún practican el muy denostado arte de escuchar. Y a él, que es devoto incondicional de la sacrosanta curiosidad, le contó aquel agricultor contrariado que fue en 1960 cuando su reja metálica quedó enganchada en algo. En ‘algo gordo’. Todo ocurrió, según relataron a Aurelio, en una finca visueña, no muy distante del casco urbano, ubicada en la zona sur del pueblo. El protagonista de la historia, cuyo nombre mantendremos en el anonimato, se apresuró a liberar su arado para comprobar, estupefacto, que la fuerza del tractor arrancó de su letargo milenario una de esas muestras del genio romano que no pocas veces reaparecen, de manera accidental, para recordarnos ‘que somos como enanos aupados a hombros de gigantes’ (Bernardo de Chartres dixit). Bajo una capa superficial de esa tierra entre marrón y rojo ferruginoso tan propia de estos lares, relucía el inconfundible color blanco del mármol. A aquel bloque marmóreo le habían dado, para más inri, forma humana: después de haberlo limpiado un poco, se podía distinguir con claridad la anatomía incompleta de un varón, a la que los estragos del tiempo habían privado de la práctica totalidad de las extremidades inferiores y de la testuz, conservándose, empero, torso y brazos. Uno de estos, dispuesto en paralelo al tronco; el otro, más separado (tal vez, en escorzo). Las manos no aparecieron. Si la memoria no ha hecho de las suyas, el tamaño de la escultura no era menor al natural. ¿Qué representaba? Con informaciones tan escasas, pronunciarse al respecto sería una temeridad. Huelga decir que, pese al desgaste, rezumaba belleza por sus cuatro costados.

Eran otros tiempos. Otras eran las leyes relativas a la conservación del patrimonio. El desconocimiento de nuestras riquezas arqueológicas era la norma ¿Acaso no lo sigue siendo? No sabemos bien como, pues los datos que tenemos en nuestro haber son confusos, pero el descubrimiento llegó a oídos de ‘gentes de fuera’ (no solo oyen las paredes). Como ha ocurrido en no pocas ocasiones en nuestra historia reciente, esos forasteros nos privaron, puede que para siempre, de una auténtica obra de arte, de valor incalculable, en tanto en cuanto su estudio nos hubiera permitido conocer con mayor profundidad el impacto y alcance que la romanización tuvo en esta zona que habitamos. La armonía y el equilibrio materializados brillaron aquí con toda la fuerza y la urgencia del rayo que rompe el cielo para desaparecer en un instante. Aquello salió del terruño y acabó vayan ustedes a saber dónde. Tan luminosa como breve fue su aparición. Un espectro. Un fantasma. Pero ahí no quedó la cosa.
Algunos años después, en la década de los 70, cuando la empresa Invirsa ya estaba en funcionamiento, una nueva pieza apareció en el mismo lugar, según nos indican otras fuentes. Una nueva escultura de considerable tamaño, de la que no tenemos una descripción detallada. Solo se nos ha informado de que ‘sin duda, era romana’. En este caso, la escultura acabó siendo depositada en el interior de un cortijo muy vinculado a nuestra localidad. Los dueños del mismo fueron informados de lo ocurrido por uno de sus empleados visueños. A este señor, ya fallecido, debemos que aquello no se perdiera para siempre ¿Por qué se trasladó desde un punto relativamente cercano al centro histórico visueño hasta un cortijo lejano? Puede que temiendo una sustracción como la que se produjo en 1960 tomaran la decisión de llevar la pieza a un lugar seguro; puede que lo hicieran pensando en engrosar los fondos arqueológicos que la familia propietaria de ese cortijo poseía y posee (¿Se hizo con el conocimiento de la autoridad competente?). En ese sentido, nos han llegado informaciones de que esta segunda escultura fue trasladada posteriormente a la residencia sevillana de los dueños de la finca que acogió en un primer momento la estatua romana. Y tras su pista andamos, a pesar de que para ambos hallazgos, supuestos hallazgos, solo contamos con los relatos orales que nos han hecho llegar algunas buenas gentes.

Insistimos, dependemos exclusivamente de las fuentes orales. Fuentes que, sin embargo, no se compadecen nada mal con lo que sabemos, ahora si, a ciencia cierta, acerca de lo que desde finales del siglo XIX ha ido apareciendo en lugar tan privilegiado: lechos de mosaico, ladrillos decorativos y/o con inscripciones, mármoles de revestimiento, tumbas de inhumación, sillares y sillarejos, tegulae, opus latericium… Hablamos, en efecto, de unas esculturas aparecidas, según esas fuentes orales, en el espacio que ocupó una de las mayores villas imperiales de entre todas las que existieron dentro del actual TM de El Viso del Alcor, tanto en la zona inmediatamente anterior a la vega como en las terrazas. Cabe destacar que la implantación romana en nuestro pueblo está bien documentada.

De la misma tenemos infinidad de testimonios y/o restos materiales: coroplastias imperiales de La Huerta Abajo (una de las torres del antiguo Palacio de los Condes de Castellar así como la Casita de Mortero puede que fueran de origen romano), La Tablá y Huerto Escondido; fragmentos de columnas, sillares, tejas y ladrillos provenientes de El Moscosillo, Cerro del Pipiro y la Huerta de La Fabiana (mal llamada Rancho del Zurdo); mármoles con textos epigráficos de La Alunada; sillares en el Huerto de La Muela (provenientes de una edificación aparecida en La Tablada baja); minas de agua en La Tablá; necrópolis en Huerto Escondido (aquel columbario descrito por Bonsor), La Estación, Cueva Honda, Barrio de las Anchoas… No es improbable, por lo tanto, que hayan aparecido o que aparezcan obras de arte de cierto empaque en El Viso del Alcor. No olviden que en el entorno de la mairenera villa romana de Las Peñuelas, ni mayor ni más rica que la villa visueña de la que teóricamente salieron aquellos dos bultos redondos, se localizó la célebre esculturilla romana del Sileno. Con algo de suerte, puede que algún día aparezca otra de esas piezas maravillosas. ¿Quién sabe si daremos con el paradero de alguna de las dos de las que hemos hablado en este artículo? Este rio suena. Y mucho. Agua lleva la corriente. Que no les quepa la menor duda.
TEXTO: Juan Martínez, Profesor de Historia en el IES Maese Rodrigo (Carmona)