Aquellos que tenemos el placer de conocerle bien, sabemos que Francisco Bonilla no es solo una persona sumamente inteligente y profundamente comprometida con el tiempo que le ha tocado vivir, sino que es hombre poseedor de un espíritu inquieto que sacia su hambre de conocimiento practicando ese arte tan denostado, incluso despreciado, que es el noble arte de saber escuchar. Más allá de su pasión por la lectura, pues es lector voraz, sabe prestar atención como pocos. A todos y a todo. Escucha atentamente. Mira atentamente. Y ve. Aprende. De esa guisa, cuando es él quién abre la boca, enseña. Claro, a quienes quieren escuchar de verdad.
Nos cuenta que, hará cuestión de cuatro años, él, que también es agricultor, se encontraba en sus tierras quitando rastrojos con la ‘soleta’, algunos días después de la siembra de la pipa. Entre las matas y la tierra removida, y pese al sol cegador e implacable y al trabajo extenuante, observó un pequeño fragmento de piedra cuya textura, forma y color llamaron su atención. No era nada parecido a la calcarenita del lugar. Más bien se asemejaba a algún tipo de roca metamórfica de color oscuro, grisáceo oscuro. Poseía, además, un llamativo perfil simétrico. Cuando la tuvo en su mano y pudo desprender de la superficie del objeto la tierra que aún tenía adherida, comprobó que aquello era lo que quedaba de una antigua hacha pulimentada. La parte cortante. El extremo letal. Otras han aparecido y aparecerán en un lugar en el que se abrazan las tierras de El Viso y Carmona, allá por donde discurre la ‘Verea del Bailaó’.
La actividad humana en la Vega, la explotación desde tiempos ancestrales de esas ariscas aunque feraces y generosas tierras, si se las trata justamente, está perfectamente documentada por multitud de estudios y trabajos de entre los que destacamos los de Ignacio Rodríguez Temiño y Elisabeth Conlin Hayes, respectivamente. Gracias a ellos sabemos de la existencia de numerosos yacimientos y/o restos que se remontan nada más y nada menos que al Neolítico medio, como Elisabeth Conlin indicó para el caso de Arroyo Salado III, o lo que es lo mismo, para un interesantísimo asentamiento enclavado sobre una loma cercana a ese célebre arroyo, recordemos, el Salado, que es patrimonio sentimental visueño. Allí, a no mucha distancia del cortijo ‘El Quebrao’, en la zona más alta de un pequeño cerro albarizo, aparecieron diseminadas esas características cerámicas a la almagra con decoración incisa e impresa, que fueron usadas por las primeras comunidades humanas que trataron de domesticar a la madre naturaleza con ingenio y denodado esfuerzo. Otras ‘estaciones’ (Bonsor, siempre, en nuestros corazones) que podemos destacar dentro de este periodo son El Chiste, Cortijo del Cerro II y Las Barrancas. Curiosamente, sobre el alcor no aparecen, de momento, vestigios de esa época. Un hecho, este, que no deja de provocar quebraderos de cabeza a los máximos especialistas en temas prehistóricos.
En la posterior Edad del Cobre, los yacimientos vinculados a las labores agrícolas se fueron multiplicando en la Vega. Aunque hay polémicas al respecto, todo parece indicar que a finales del IV milenio a.C., hace unos 5000 años, surgieron los primeros poblados en el alcor, caracterizados por cabañas circulares parcialmente excavadas en la roca y por el uso de silos con función variable. Según los expertos, los moradores de asentamientos como los que sabemos que existieron en La Aluná, en el Rancho del Zurdo y en el entorno de La Tablá, practicantes todavía de un modo de vida seminómada, se desplazarían hasta aquellos fértiles cerros albarizos de la Vega, a sus zonas altas -para evitar así las inundables tierras de bujeo-, al objeto de establecer campamentos temporales, siempre cercanos a puntos de agua dulce, desde los que se llevarían a cabo el desbroce y la tala de las zonas de cultivo; la labranza de la tierra y la siembra; la cosecha y la molienda del cereal. Por esa razón, sobre muchas de esas suaves elevaciones que, en nuestros días son, a la vez, esperanza del agricultor y motivo de recreación para el caminante despierto, podemos encontrar molinos naviformes de granito, silíceos dientes de hoz, hachas y azuelas pulimentadas, amén de cerámicas a mano de distinta tipología. Tal es el volumen de materiales localizados en algunos puntos de la vega y de las terrazas del Corbones como para haber llevado a varios arqueólogos a hablar de la existencia de auténticos poblados en dichas áreas. No ya campamentos temporales -de los que se han documentado varios-, sino poblados calcóliticos ubicados lejos del alcor, en plenas tierras de labor. Nos referimos a Cerros de San Pedro, Entremalo y El Cerro.
Hay cierta magia en los hallazgos de Curro: el labrador del siglo XXI, trabajando con denuedo su terruño, descubre con su azada las herramientas que sobre el terreno dejaron otros agricultores y agricultoras que, como él, laboraron los albarizos hace varios miles de años. Esta suerte de prodigiosos plegamientos del tiempo acreditan el uso continuado que hombres y mujeres hemos dado a nuestra vega a través de océanos de tiempo: las labores agrícolas nos han sustentado a lo largo de miles de años, confiriendo a la campiña, paisaje sumamente antropizado, bellamente moldeado por la mano del hombre, el aspecto al tiempo orgánico y abstracto, geométrico y ondulado, que todos admiramos.
En El Viso también hallamos importantes indicios de esta realidad histórica, si bien son pocos los trabajos, de momento, que se hacen eco del tema. En el Cerro del Mojón, por ejemplo, han aparecido molinos de mano (¿cómo y cuándo llegó allí el enorme sillar, presumiblemente romano, que hace de imponente hito en el terreno?). De granito. Uno de ellos naviforme. Y el sílex, las lascas usadas para dentar las hoces más primitivas que aquí se han usado, aparecen por doquier. También en esa loma, por cierto, muy cercana a distintos puntos de agua y situada al sur de la Tablá. Frente a ella, que podría haber sido el ‘poblado madre’. No es por lo tanto improbable que la realización de prospecciones de superficie en muchos de los albarizos que se encuentran dentro de nuestro término municipal nos depare alguna que otra sorpresa.
Consideren, ya a modo de reflexión, que en nuestros días estamos asistiendo a un punto de inflexión importante: por primera vez en la historia de nuestra vega, a la misma se le va a dar un uso no agropecuario. Hablamos de la instalación masiva de paneles solares, teóricamente motivada por la imperiosa necesidad de generar una energía verde, respetuosa con el medioambiente. José Prenda publicaba no hace mucho un artículo -de obligada lectura- en el que ponía el dedo sobre muchas posibles llagas y los puntos sobre muchas íes, eludiendo en todo caso consignas previsibles, soluciones populistas, planteamientos simplistas y/o maniqueos, y sermones altisonantes y pasados de rosca. Insistiendo en una línea parecida, nosotros quisiéramos hacer pública nuestra preocupación, en tanto en cuanto una intervención del calibre de la que presumiblemente se va a realizar puede tener un impacto negativo sobre la inmensa cantidad de yacimientos que hay en la vega (por no hablar de los que sin duda existen pero aún no hemos descubierto); porque no sabemos hasta qué punto la normativa actual protege nuestro excelso patrimonio arqueológico; ignoramos, además, si en todos los pueblos de la comarca existe una normativa que tutele y proteja de manera efectiva dicho patrimonio. Las perforaciones que necesariamente se han de llevar a cabo para instalar los paneles solares, ¿no van a dañar localizaciones aún no catalogadas, por ejemplo, como algunas de El Viso? ¿No van a afectar incluso a las ya incluidas en catálogos? ¿Van a estar presentes los arqueólogos cuando la maquinaria empiece a trabajar en zonas críticas o en aquellas donde aparezcan indicios interesantes de antiguas actividades humanas? En Carmona tienen un magnífico equipo de especialistas que, suponemos, estarán a pie del cañón. Ojalá. ¿Pero qué ocurrirá en nuestro Viso?
Nadie medianamente sensato pone en entredicho que hay que combatir la actual crisis climática, que es síntoma de una crisis de nuestro modelo productivo, y por ende, de los hábitos de consumo que el mismo lleva aparejado. Hay que luchar contra el cambio climático, y también hay que hacerlo planteando el uso de energías renovables, insistimos, siempre y cuando también modifiquemos todos esos hábitos vinculados a un paradigma económico no universalizable, tremendamente injusto y sumamente agresivo con el medioambiente. Desde esa perspectiva, la energía solar es, sin duda, una de las opciones que tenemos que barajar. ¿Pero es sensato, y sostenible, cambiar radicalmente un uso tradicional, milenario, como es el agrícola, el cual ha sido un ejemplo histórico de equilibrio entre las necesidades del hombre y las posibilidades de la naturaleza? ¿Es inteligente, visto lo que está ocurriendo con los cereales a causa de la guerra de Ucrania, es inteligente, decíamos, convertir uno de los más importantes graneros de España en una suerte de mastodóntico parque solar? ¿No se podría haber planteado la paulatina solarización de los núcleos urbanos, evitando para la vega actividades distintas a las llevadas a cabo en la misma desde tiempos remotos? ¿No nos interesa, no nos importa, no nos deprime profundamente, el enorme impacto que sobre el paisaje que aún disfrutamos cuando nos asomamos a los privilegiados balcones del alcor, va a tener la actividad que ya se ha empezado a desarrollar en la vega? ¿Puede llamarse vega a algo que nada o poco tenga que ver con la agricultura? ¿Qué será del labrador aplicado y curioso que, como Curro, riega con sangre, sudor y lágrimas el terruño, para hacer brotar una semilla que no es sino la de la esperanza? Lo peor de todo es que, tal vez, nos estemos planteando las preguntas correctas cuando ya se han tomado decisiones poco menos que irreversibles. Hacha pulimentada, azada, panel solar… Les invitamos a pensar al respecto.
TEXTO: Juan Antonio Martínez Romero.
Profesor de Historia en el IES Maese Rodrigo.