La huerta visueña es un recuerdo. Aquella huerta atravesada por sendas sin asfaltar,
flanqueadas por hileras de chumberas en las que se adentraban los esparragueros, como mi padre, arriesgando la integridad de su piel, carne y huesos para hacerse con los espárragos más dulces que ha dado esta tierra… Aquella huerta salpicada de casas y casillas en las que se vivía, se dormía, se trabajaba con denuedo, y se traían niños al mundo y se moría… Aquel ‘Viso en paralelo’ que alimentaba a su ‘hermano grande’, en el que seguimos habitando, con exquisiteces que nuestros jóvenes jamás llevarán a sus bocas… Aquellos vergeles sin par en los que albercas, pozos, norias, parras y moreras nos traían ecos de la Roma imperial y del esplendor andalusí… Aquella huerta, como la lluvia, es algo que sin duda sucede en el pasado, que diría Jorge Luis Borges.
La noria se oxidó y dejaron de hacer su ronda circular los cangilones que no hace
mucho quitaban la sed a la tierra al tiempo que nos daban una lección de vida: de la oscuridad venimos, con la luz del sol brillamos, y tras un largo declive, a la tierra volvemos. La noria se oxidó y su giro, que parecía eterno, tiempo ha que cesó. Tampoco se oye ya el lamento del terruño al recibir el golpe, nunca mortal, del azadón, la ‘soleta’, el ‘escardillo’… Se fue el hortelano. Se fueron casi todos. Volvieron mirlos, alcaudones, verdones, jilgueros, chamarices, lúganos, pichis y jamaces… Sin miedo a caer en ninguna ‘costilla’ de las que tanta hambre paliaron cuando de hambre se moría. La huerta era vida, muerte, vida… Ahora… Ahora es un recuerdo. Memoria que clama al cielo para no perderse en la noche de los tiempos. Memoria que pide ser recuperada. Ella nos dio la vida y exige, tiene derecho a ello, un mínimo de gratitud.
La Huerta La Chispa. Una de tantas si no fuera porque también es memoria, memoria
viva, de quién estas líneas escribe. Por allí solía ir con mi padre cuando salíamos, siendo yo
muy chico, a coger espárragos que él veía y yo no (el zagal no le salió ni cazador ni
esparraguero, pero si amante del campo, por lo que la lógica decepción no fue tan grande).
Atravesábamos sin preocupación los ‘vallajos’ de chumberas y los padrones del lugar porque, Vázquez, que trabajaba en Recasur con mi progenitor, solía andar cerca, labrando el terruño de la familia de su mujer. No había entonces variante ni caminos alquitranados, y, a veces, para llegar dónde querías no seguías la senda de tierra sino que cruzabas campo a través, saltando los surcos, lo que no siempre era del agrado de algunos hortelanos que habían levantado lo suyo a base de sangre, sudor y lágrimas. En ese sentido no es caprichoso recordar que no pocas veces ha corrido servidor delante de excitadísima jauría de perros. Sin embargo, aquella era la Huerta La Chispa, donde éramos bienvenidos. Bueno, yo la llamaba, e insisto, era muy pequeño y aún no tenía manera de proto-historiador, ‘La Huerta el Vázquez’ o la ‘Huerta la María’. Esto último era porque con los ‘Jaros’, queridos amigos de infancia, también nos personábamos en el pago con fines menos esparragueros, y la María, familia de Alfonso y Marco (que en paz descanses, amigo nuestro), tenía una parte del huerto. O lo tenía su marido. Han pasado más de tres décadas y aquello nunca me quedó claro. Sea como fuere, la Huerta La Chispa ocupa un lugar especial, importante, en mi particular baúl de los recuerdos. Y esos recuerdos no han muerto.
Vázquez. Francisco Vázquez Sánchez. Como decía, fue durante décadas compañero de
mi padre en Cavisal y en Recasur. Mucho antes de que la maldita pandemia acabara con la vida y con las ilusiones de muchos, se puso en contacto conmigo a través de mi padre. O puede que fuera a través de Baldomero Alba. El tema es que quería que alguien se personara en el huerto para comprobar si algunos cacharros que aparecían desperdigados sobre la superficie de un pequeño olivar tenían algún valor histórico. Sin ser especialista no solo tuvo intuición, que es mecanismo involuntario, sino tanta curiosidad como para reparar en aquellas piezas cerámicas, ponerlas a buen recaudo y contactar con gentes que, teóricamente, saben del tema. Reparando en gentes como Vázquez, uno no deja de maravillarse de la sensibilidad extrema que demuestran estas personas sin las cuales gran parte de nuestro patrimonio arqueológico se hubiera perdido. ¡Qué perfil tan diferente al del codicioso pitero! ¡Al del infame expoliador que tanto ha abundado por aquí! Queridos lectores, no se lleven a engaño: este texto es tanto humilde intento de difundir y divulgar riquezas arqueológicas no publicadas hasta ahora como de homenajear a este señor, sin el cual yo no estaría escribiendo nada en esta lluviosa y ventosa mañana de diciembre. Él es el protagonista. Gracias a él conservamos lo que allí ha ido apareciendo conforme se ha ido roturando la tierra. Gracias a él también conservamos un vestigio precioso de lo que fueron las huertas hasta tiempos no tan remotos.
Hace algunas semanas mi padre y yo nos personamos en La Chispa. Dos viejos amigos
volvían a encontrarse, y servidor, tenía una oportunidad única para transitar senderos ya
desdibujados por la memoria, tan perezosa a veces. No fue decepcionante la visita:
efectivamente, el olivar estaba repleto de fragmentos de tegulae y de opus latericium, es
decir, de tejas y de ladrillos romanos. También pudimos ver cuatro coroplastias, dos
antropomórficas y otras dos representado animales, halladas en el mismo lugar. Las
antropomórficas son del tipo femenino que tanto abunda, por ejemplo, en la Huerta Abajo,
aunque abundan en toda la comarca. Los caballitos no se pueden confundir en ningún caso
con piezas de arcilla modernas, del siglo XX para ser más exactos, al ser la cocción, el acabado y el sistema usado, el de moldes bivalvos, totalmente distintos a aquellos que más
recientemente usaron los últimos alfareros de nuestro tiempo. Son esculturillas romanas y
fueron elaboradas en época altoimperial, por lo que poseemos fósiles guías válidos que nos
permiten datar un yacimiento cuya naturaleza exacta no podemos deducir aún.
Nada parece indicar que esos hallazgos sean el fruto de un relleno. Aparecieron y
siguen apareciendo in situ, a una profundidad significativa respecto a la actual carretera y al pequeño cerro parcialmente desmontado que se eleva al norte de la huerta. Por lo tanto, salvo que un futuro estudio indique lo contrario, allí hubo algo. ¿Alguna edificación significativa? Con la salvedad de un antiguo sillar que extrajeron hace tiempo, no se han registrado elementos sustentantes significativos. No hay mármoles de revestimiento, no hay columnas de calcarenita como las halladas en El Moscosillo, Cerro del Pipiro y Tablá, respectivamente. No hay restos de pavimentos ¿Podría ser un enterramiento? Enterramientos imperiales, de la época de las esculturillas localizadas en el olivar, los tenemos registrados en El Viso, por ejemplo, en el antiguo Barrio de Las Anchoas. Uno más cercano a La Chispa es el de Huerto Escondido, que fue excavado por Bonsor, quién lo describió como de tipo columbario, muy parecido a los de la necrópolis carmonense. Bonsor llegó incluso a relacionar aquel hallazgo, el cual no logramos ubicar concretamente, con el cementerio romano del asentamiento romano que según él debió haber en El Viso (ahora sabemos que no hubo uno sino varios, pero diseminados y no constituyendo un poblado independiente de Carmona). Si se confirmara un lugar de enterramiento en la Huerta de La Chispa, ¿estaría vinculado al de Huerto Escondido, espacio que está a pocos metros? ¿No estará por allí el columbario de Huerto Escondido, esperando a que alguien lo redescubra?
Para verter algo de luz sobre este enclave también tenemos en nuestro haber la
literatura que han generado hallazgos anteriores y los vestigios romanos que hemos traído a colación. En otros artículos nos hicimos eco de varios yacimientos o posibles yacimientos
romanos distribuidos por las terrazas, por la zona de las huertas. El más significativo de todos es el que documentamos en el Huerto de Pipiro, donde tras la realización de un
abancalamiento se encontraron prensas olearias, columnas, sillares y sillarejos. A la espera de obtener nuevos datos en virtud de los cuáles podamos llegar a alguna conclusión
razonablemente sólida, sí se puede afirmar que, como se ha demostrado para el caso de
Carmo, a cuyo ager publicus seguramente pertenecería el espacio que ocupa el actual término municipal de El Viso, en época altoimperial la actividad agropecuaria se mantuvo en la vega para empezar a extenderse a la zona de nuestras huertas, probablemente, al objeto de incrementar la producción olivarera. Tanto en el Cerro del Pipiro como en la zona de la carretera de Tocina, o en aquel Cercado de la Lucera del que hablara Bonsor, sitios todos no muy distantes de la vetusta Via Augusta, la cual comunicaba Carmo con Hispalis y su rio, hay notables testimonios materiales de la existencia de estas industrias relacionadas con el oro verde. A todos ellos añadiríamos Huerto Escondido y Huerta de la Chispa, posiblemente relacionado con el anterior.
En resumidas cuentas, Roma explotó la vega en primer lugar para después hacer lo
mismo con nuestras terrazas, dando así inicio a un proceso centenario que cambió para
siempre la faz de la tierra que pisamos. En los últimos años estamos aumentando nuestros
conocimientos acerca de esas dinámicas vinculadas a la explotación agraria gracias a hombres como Vázquez. Señores que, sin pretenderlo, se han convertido en guardianes de todo aquello que ya han olvidado demasiados. Muda la noria, callada la soleta, vacías las casillas… Nos quedan voces esperanzadoras, pocas voces, como las de este señor. Por todo ello, le doy las gracias. Gracias infinitas, caballero. Por gentes como usted sabemos que hubo un hilillo de aceite, del mejor aceite de oliva, que hace 2000 años unía a estas benditas tierras con Roma, la verdadera cuna de nuestra civilización. Casi nada, oigan.
Foto de la columna de El Moscosillo con su pie correspondiente
Juan Antonio Martínez Romero.
Profesor de Historia en el IES Maese Rodrigo (Carmona).